EN EL JARDÍN DE LAS FALSAS ROSAS
12:12 p.m.

Aunque todo pareciera premeditadamente improvisado, Eusebia no era la culpable de tremendos males que acaecían a todos los efebos del pueblo. No. No era ella, y de eso estaba segura. Era culpa de su don que hacía caer a los mancebos en los pecados más carnales.
El problema surge naturalmente cuando una sociedad se dedica a enjaretar culpas y a eximir por medio de condenas. Es ahí cuando, a través de los ojos del demonio, se puede ver la profundidad del infierno o la trascendencia del cielo.
Eusebia había sabido aprovechar su don tan privilegiado recibido de nacimiento. Sin embargo, una tarde todo cambiaría, así como las flores mal cuidadas se marchitan, dejando ver en sus pétalos la maldad del tiempo y la crueldad de la misma naturaleza que las desampara después de haber sido cortadas. Eusebia sabía que eso no duraría. Que los licores bacantes no existían en la virtuosa vida. Que al crecer tendría que enfrentar sus demonios. Que al madurar tendría que paliar el dolor de estar marchita.
Es así como en medio de la demencia total de sus carpelos, en la cadencia de sus pistilos, y en la mezcla polinizada suscitada en los estigmas de su absurdamente virginal tallo, Eusebia decide partir y refugiarse a su lugar preferido, hacia un jardín pigmentado de rosa donde, cada vez que se sentía sola o humillada, iba y arrancaba una que otra flor rosácea. Hacía algunas pocas semanas que Eusebia frecuentaba ese parterre. A cada paso que Eusebia daba, se aproximaba a ese tapiz lleno de delicadas flores. Era un sueño real. Era una ilusión material. Era un edén de tranquilidad.
Eusebia, eludiendo la cruel verdad de su vida, se refugió en aquella narcosis de bienestar. Sabía que en ella estaba la semilla de un pomo, símbolo del pecado original. La vergüenza que Eusebia debería de confrontar. No obstante, no lo hizo. La lluvia cayó y Eusebia se dejó lavar sus delicadas facciones, pretendiendo lavar con ella todas sus manchas, expiando sus flaquezas, ahuyentando su desasosiego. No pudo. Solamente dejó caer su polinizado cuerpo sobre el tapiz color rosa. El agua fría le helaba hasta los huesos. Era su penitencia, creía ella. De repente sintió un mareo, y con éste, sintió también una intensa avidez por regurgitar. Recordó que hacía tiempo que no comía bien. Últimamente había estado muy consternada por lo sucedido como para aliviar sus otras necesidades humanas, conocidas como el alimento y el sueño. Es por lo mismo que una contracción estomacal no le ocasionó ninguna contrariedad. No había nada que expulsar. Sin embargo, se sentía mal. Recordó también como días atrás sentía una angustia igual. Era la culpa. La reconocía igual. Eusebia se perdió en el tiempo. En ese jardín transcurrían los siglos de manera silenciosa. Eusebia comenzó a temblar, pero ya estaba seca, no tenía frío. No dejaba de temblar. Sus extremidades no respondían, y Eusebia ya no se podía levantar. Es ahí cuando una ensoñación la sedujo. Al virar su mirada, vio su rostro reflejado en el pétalo de una flor. Reconoció su belleza. Eusebia supo que estaba mal, nada de lo que había hecho era un pecado. El don de gustar, pensó. Estaba agradecida. Y en el preciso instante antes de cerrar sus ojos, Eusebia escuchó un muy sutil susurro... Adelfa... y Eusebia durmió.